viernes, 10 de marzo de 2017

En la encrucijada - PABLO STANISCI - Munro

La vereda destrozada no ayuda a seguir el paso. Los pies intentan mantener el equilibrio mientras el cerebro no decide cual debe dar el primer paso. La niebla que me rodea vuelve todo difuso y tétrico. Volutas de vapor escapan de la boca y cada respiración recuerda a la helada madrugada de julio en la que me encuentro. La calle Belgrano está desierta y solo las esferas brillantes pasan a mi lado. De a pares o como astros solitarios, con su ronco sonido persiguiéndome. Saben que las odio y se vuelven más frenéticas. La petaca de whisky amenaza con acabarse mientras la garganta grita por un nuevo rio de alcohol berreta que le hago pasar.
Las pocas personas que cruzo con el zigzagueante andar clavan sus miradas en mi rostro. Puedo leer el desprecio y asco, pero ya nada importa. Dos años atrás el universo era otro. Existían los colores, las fragancias me invadían y saboreaba cada momento como un evento único. Dos años atrás me consideraba un hombre. Hace tiempo ya que solo soy una cáscara vacía, que absorbe el humo del tabaco y se ahoga en alcohol. Es difícil explicar lo la ausencia del brillo. Cuando todo se vuelve opaco, incluso las palabras, ya no distinguís el amor del odio. Las caricias queman, ampollan la piel. La música, esa gran pasión que disfruté, se volvió un bajo continuo, absurdo y vacuo.
La inminente falta de alcohol desata el peor enemigo: la ansiedad. Ese parásito egoísta que escarba la cabeza buscando vaciarte y transformar cualquier detalle en un todo absoluto. Ahora la petaca solo sirve de adorno. Vacía como se encuentra la dejo dentro de un cesto de basura en la intersección de Belgrano con Velez Sarfield. Lucho con los demonios internos, aunque conozco de antemano el resultado de la contienda. Aprieto los ojos hasta que saltan lágrimas y las manos hasta que un hilillo de sangre gotea sobre la zapatilla. Las esferas brillantes me rodean y los fantasmas se impulsan entre la niebla. En ese estado catártico mantengo el cuerpo para no cruzar la calle. Pero la encrucijada llama y nada puedo hacer para callarla.
Mi mente vuela dos años atrás, cuando todo tenía sentido. Luego de mucho luchar mi carrera avanzaba y el futuro, esa masa informe que tanto aterra, comenzaba a modelarse tímidamente según los planes. Junto a ella todo brillaba. Parecía no existir límite alguno para nuestros sueños, los senderos se abrían sin esfuerzo. Pero el destino juega con nuestros anhelos y sabe cómo quebrar las ilusiones.
Las piernas toman coraje y cruzamos la calle cuando el monstruo gris nos muestra la luz roja. El supermercado chino está unos metros. Aparentan estar cerrados para cumplir la ley seca nocturna, pero siempre hay una ventanita milagrosa. No sé que le digo al chino pero segundos después retorna con una petaca de Mariposa. Con el frío que hace y tiene puesta solo una camisa, yo apenas puedo darle la plata con los gruesos guantes. Prosigo la peregrinación mientras miro el licor ambarino a trasluz de un farol y me pierdo en él como hace dos años en los ojos de ella. El trago me devuelve a la tierra de los ¿vivos? La dulce melaza corre hasta el estómago empalagando todo a su paso. El calor reactiva a la sangre. Al segundo trago ya no siento nada.
Ahora me encuentro a menos de cien metros del destino final. Las mil y un voces no dejan de gritar. El torbellino que provocan obliga a detenerme y contengo la cabeza intentando que no estalle. Por instinto elevo la mirada al cielo nocturno donde ninguna nube se interpone entre las estrellas y el alma. Con los ojos nublados los astros alargan sus rayos luminosos y lo envuelven todo como tentáculos de una divinidad olvidada. Me pierdo entre su entramado cósmico y trato de asirme, buscar salir de esta tierra que se empeña en romper mi voluntad. El rugido de dos esferas rompe el hermoso hechizo.
Estoy parado en la encrucijada, donde tres esquinas chocan con el paso a nivel de Villate en la solitaria estación de tren de Munro. El silencio es casi absoluto, solo perturbado por algún animal callejero. Clavado en mi lugar, cual estatua harapienta, miro las barandas rojas y blancas de la vía. Inevitable es no recordarla a ella sentada sobre una, esperando a que la busque. ¿Cuántas veces he gritado al cielo preguntándome por qué ese día no me esperó? ¿Cuántas lágrimas intentaron lavar mi dolor al rememorar la imagen de su cuerpo devorado por las malditas esferas? El estruendo de la bestia bufando junto al cuerpo inerte. Toda la película en cámara lenta, una y otra vez.

Continuará... (en papel)

miércoles, 15 de febrero de 2017

La Calesita - MARCELO RUBIO - San Martín

                  Funcionó, no por mucho tiempo, en la esquina de Avenida San Martín y Pedriel (Partido de General San Martín) una calesita a la que la tradición popular llamó “la maldita”. El carrusel llegó desde Francia en los años cincuenta, pero no fue puesto en funcionamiento sino hasta fines de los sesenta, cuando alguien encontró la caja en el puerto de la ciudad. Lejos de ser un trasto, la calesita poseía paneles pintados al óleo, con imágenes de distintos reyes europeos en el momento de su niñez. En el piso superior había retratos de varones, como el de Felipe el Hermoso, Luis XV, o el mismo Fernando IIV. El sector bajo era para las damas, una casi irreconocible María Antonieta compartía lugares con, por ejemplo, Sisí de Austria. Cuando la calesita giraba las pinturas de reyes infantes pasaban a mostrar sus rostros de adultos. Realmente el trabajo del artesano que pintó aquellos cuadros fue perfecto. Además de este detalle, el carrusel tenía caballos de madera con colas de cerdo, cebras con cabeza de oso, y puercos con alas.
            La calesita fue inaugurada un 25 de mayo de 1968 con una banda de seis músicos que recorrieron el barrio invitando a todos los niños. Si bien la cantidad de gente fue importante y terminó por sobrepasar las posibilidades del predio, no hubo niño que aquel día no diera, al menos, una vuelta gratis. En esa misma jornada comenzó a gestarse la idea de la maldición de ese carrusel. Todos los que subieron a la calesita, bajaron de sus vueltas con la ropa más corta. Esto es, por ejemplo, que un pantalón que al subir llegaba al borde del zapato, al bajar quedaba a la altura del tobillo.

            El dueño del divertimento, para alejar esa mala fama puso, a ojos de los vecinos, ropa colgada en las distintas figuras e hizo girar el carrusel. Pronto demostró que lo de la ropa que se achicaba era una fantasía de la gente, ya que al detener la calesita, las prendas colocadas allí estaban del tamaño exacto.
Sin embargo, dos semanas después de la inauguración, un niño llamado Ezequiel Rojas, de cinco años, subió al carrusel a las once de la mañana, dio cincuenta vueltas, sacó diez veces la sortija, bajó a las doce y cuarto; la ropa le quedaba ridículamente pequeña, pero él ya no tenía cinco años, ahora era un muchachote de veinte. Nadie encontraba explicación al fenómeno: la ropa no se achicaba, la gente envejecía como aquellos cuadros de reyes infantes, y por más que la calesita se detuviera no se volvía a la edad primitiva. Ya nadie quería subir, solo algunos chicos que querían ser grandes de golpe para acceder a algunas prohibiciones menores. Una tarde un hombre de unos treinta años trajo a una piba de quince años y tras varias vueltas se fue con una chica de diecinueve, evitando así condenas sociales y judiciales.
            Se hicieron análisis sobre la calesita, algunos arriesgaban que el eje de giro estaba colocado justo sobre el eje central de la tierra, y esto provocaba el andar más veloz del tiempo. Algunos buscaron la justificación en la velocidad del giro y otros prefirieron encontrar una explicación en el cruce de distintas variables matemáticas. Hubo quienes dijeron que después de determinadas vueltas los niños comprendían lo absurdo y monótono del juego y maduraban, pero este alegato no daba una explicación a los cambios físicos.
            Lo cierto es que la calesita maldita cerró, el terreno quedó desnudo por años, el dueño se puso un kiosco en Flores. Y el miedo a subir a los carruseles cesó con el andar del tiempo.
            Algunos dicen que la calesita que supo funcionar en el parque de Los Andes era inversa a la conocida como “la maldita”: uno subía y al bajar tenía menos años. Pero yo mismo comprobé esa falsedad. He dado ciento de vueltas, y nada. Juro que absolutamente nada he desandado de mis años. Es cierto, eso sí, que en cada vuelta pude revivir aquella sensación de increíble diversión que sentía cuando era niño.

martes, 7 de febrero de 2017

Los siete de Satán - GRISELDA PERROTTA - La Reja

           
Lucas buscaba dónde tocar tranquilo su batería, no más. En casa imposible y hasta empezaba a dudar para qué la habría comprado. Alumno de Venière desde hacía años, había conocido en su cochera acustizada el sabor del metal. Venière, que vio el águila en el pichón, lo alentaba invitándolo a pasar cada día después de la escuela y lo dejaba practicar el tiempo que quisiera, sin cobrarle ni confesar lo obvio: Lucas era su único alumno. Alentado y teniendo condiciones, el chico empezaba a decir que quería dedicarse a la música. Había ahorrado desde siempre, los puchitos y no tan puchitos que recibía en cumpleaños y navidades, y con eso se decidió.
Un día cualquiera llegó a su casa con el instrumento para recibir de sus padres, directamente, una carcajada. Y que se olvidara de usarla ahí, que sabía lo que pensaban de esos tamborcitos.
Tocar en casa era una tortura, se entremezclaban con la práctica portazos, música melosa a todo volumen, guerras del silencio, gritos, más música melosa —principalmente bachata—. Fue todo tan tenso, y profunda la vocación, que pronto se supo, la convivencia no iba a durar. Plantearon maduramente sus padres que, después de todo, ya tenía dieciocho años y, si tenía convicciones, era libre de ejercerlas en otra parte. Para fines de noviembre, cuando las clases ya habían terminado, le dijeron que se buscara un lugar para él y su batería.
            Lucas llegó a Venière compungido, volando en ira y desarraigo. Y orgullo. Venière, músico de ley recién entrado a sus sesenta, se jactaba de haber sido de joven un rockstar salvaje local. De la zona de Haedo. Un “Local Wild Rockstar del Oeste”, como anunciaba el pirograbado en la puerta. Guardaba remeras, tazas y prendedores con esa frase sobre la foto de un Venière joven, con pelo y diez kilos menos. Y había visto casos como el de Lucas, cientos. Eso le dijo.
            Ofreció alojarlo un tiempo con su batería, a cambio de que ayudara con la casa. Y eso hicieron. Mantenía con sus padres contacto esporádico, solo telefónico, y ellos se contentaban con saber que Lucas estaba con su profesor y dónde era la casa. Solitario, sin amigos que lo buscaran o se preocuparan si desaparecía, solo hablaba con su novia María Eugenia, una chica bastante más joven a quien veía los sábados a la tarde únicamente y que no tuvo mucho que decir de la mudanza.
            Estuvieron así mes y medio, y un día, en lo que tardó en untarse un pan, Venière le comentó de un grupo que tenían unos amigos suyos. Buscaban a alguien con su perfil. A cambio de una habitación podía ocuparse de la casa, cortar el pasto y cuestiones de ese tenor. Era un lugar apartado y lo recibirían con su batería, le dijo. Lucas escuchaba y se iba armando el cuadro de una banda setentoide, músicos maduros, gente de la que aprender. Aceptó, fantaseando que podría tocar todo el tiempo, concentrarse, hacerse un profesional. Hasta veía muy vintage que vivieran todos juntos, pintoresco, y él a veces se sentía un poco así.
            Informó a sus padres del asunto y que el lugar no tenía teléfono, según Venière. Ellos viajaban todo el verano y eso evitaba la necesidad de simular preocupación o cualquier otra cosa. Solo aclararon que fuera pensando cómo pagarse el celular porque eso ya no era cuestión suya. La otra parte fue María Eugenia. Le dijo que iba a estar un poco más lejos pero se las ingeniaría para seguir viéndola los sábados a la tarde. Con ella quedaron en dejar pasar dos semanas hasta estar asentado en la casa nueva, y encontrarse en Castelar el primer sábado de febrero, a las seis.
            Un lunes a mitad de enero, Lucas estaba listo para mudarse. Venière organizó todo, hasta lo alcanzó en su Dodge negro a donde lo esperaban.
Era en La Reja, un predio enorme, y pasando la tranquera anduvieron quinientos metros en tierra para llegar al caserón. A medida que se acercaban, Lucas notaba que el cielo se oscurecía como cuando hay tormenta. Pero no había. Cuando estuvieron en la entrada ya parecía noche aunque eran las cinco de la tarde. Ninguno de los dos habló.

Bajaron del auto y caminaron a la casa: piedra negra, baja, en un solo piso, una única puerta a medio punto, roble macizo. Sobre la pared una cruz invertida hecha en hierro y al lado, en letras de madera, se leía: Los Siete de Satán. “Góticos”, pensó Lucas, “ropa de vampiro, caras maquilladas, tono cementerio…podría ser peor…salsa o reggaeton…”. No era su estilo favorito pero podría adaptarse.
            —Seguirán durmiendo —dijo Venière y empujó la puerta. Sin llave.  
            Adentro estaba a oscuras y entraron. Venière hizo a Lucas señal de que se sentara mientras encendía un farol, y se sentó él también. Así veinte minutos estuvieron.

Cuando ya era incómodo se abrió una puerta corrediza camuflada en la pared y empezaron a salir hombres de distintas edades con la piel blanco verdosa, algunos pelados, otros de pelo largo, unos gordos y otros desgarbados, todos con ojeras y usando tapados de terciopelo negro sobre camisas con volados blancos. Eran siete.
            Se levantó a saludar y Venière los presentó.
—Este es Lucas —y hablándole a él— estos son —hizo una pausa y cambió a un tono más grave para nombrarlos— los Siete de Satán.
Le pareció de mal gusto que no le dijera los nombres, e innecesario que estuvieran disfrazados. Igual dijo gracias, y haciéndose el amable preguntó:
—¿Música gótica? —los siete, la vista fija, lo miraban sin responder. El chico insistió: —El grupo, música gótica, ¿no? —. Hubo risas.
            —No, querido mío, no. —dijo el más grande, que agregó— Bienvenido, este mes yo estoy a cargo.

Y sin preámbulos le habló del cuidado de la casa, la ausencia de luz eléctrica, sus tareas, y le mostró dónde iba a dormir: todo el sótano. Ahí entrarían sin problemas sus cosas, su instrumento. Podía tocar cuanto quisiera y el baño que podía usar era el que estaba abajo, le dijo. Después, solemne, le pidió que levantara la mano izquierda y jurara cuidar de la casa, no hacer preguntas y no divulgar lo que viera o escuchara en el lugar. Agregó que de día no los cruzaría nunca, y de noche debía permanecer en el sótano. Podía tocar, dormir, comer cuanto quisiera de lo que había en la casa, pero nunca, bajo ninguna circunstancia, abandonar el predio hasta el final del verano.
Lucas lo escuchaba como a un demente, a veces la música con el tiempo hace ese daño a las personas, pensaba. Se dijo que para fin del verano terminaría todo y hasta consideró buscarse un trabajo. Juró sin convicciones, para que lo dejara tranquilo su anfitrión, que recalcó:
            —Insisto: no puede retirarse del predio hasta el final del verano.
            —Pero en dos semanas me encuentro con mi novia —dijo Lucas sin pensarlo.
            El hombre no se movió, ni un músculo suyo, pero los ojos le cambiaron de color a un rojo opaco, seco. Muerto. Solo eso. Y repitió:
—Hasta el final del verano.
 El techo bajo y las paredes abovedadas se encargaron de convertir lo que dijo en un eco. Le hizo como una venia y se empezó a alejar.

             Lucas no insistió. Iba a encontrarse con María Eugenia igual y no quería levantar sospecha, algo se le iba a ocurrir.  De puro vicio, sacó de su bolsillo el celular. Notó que no había señal.

Continuará (en papel)

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Engendros y Fantasmas - FLORENCIA VALENTE Y MARTÍN KOLODNY - San Fernando

           Gonzalo y Marisa. Ahora puedo decir que fueron dos engendros del Diablo, pero en aquella época me parecían tiernos.

Me crié en San Fernando. El agua, las islas, los barcos, el rugby, los asados, la vida bien. Tuve cuatro hermanos: Angélica, Evangelina, Gonzalo y Martín. Todos fuimos alumnos del San Martín de Tours y la plaza Mitre fue nuestro lugar de juegos al atardecer. Así fue hasta que papá murió.

Evangelina fue la primera en volver a la prehistórica casa de mi abuela, en Alsina y Sobremonte. Tenía dos pisos. Arriba, las habitaciones de todos; abajo, cocina, comedor, dos baños, un living inmenso y el “cuarto de los juguetes”; atrás, el patio con la pileta y, del otro lado de la medianera, el hogar de ancianos “San Remo”. Durante nuestra niñez, ese asilo fue la imagen de lo lúgubre: oscuro, descuidado, con baldosas grises de granito en todo el pasillo e inmensas puertas de hierro oxidadas con vitrales gastados. Entre los viejos que vivían ahí estaba Leonor, una señora de mediana edad que caminaba con un bastón amarillo y siempre se paseaba en bata. Era una de las pocas afortunadas que día por medio recibía visitas. Marisa llegaba siempre puntual: a la una y cuarto, cruzaba el portal del frente como un rayo y esperaba en el fondo de la propiedad que oficiaba de jardín a Leonor Galaretto. Charlaban durante horas. A veces jugaban al chinchón, otras leían en voz alta frases de Shakespeare y, en ocasiones, bailaban algún tema de Los Wawancó. Siempre se despedían con un abrazo que duraba como dos.

Nosotros, los cinco hermanos Howard, no podíamos evitar espiar ese ritual. Chusmeábamos desde el escalón que construimos para poner nuestros ojos a la altura necesaria para convertirlos en testigos de esa afectuosa relación.

Marisa era una linda piba, aunque más histriónica de lo que mi preferencia soporta, pero simpática y agradable. Gonzalo era introvertido y excesivamente correcto en sus modales. Era travieso, pero tenía límites bien autoimpuestos. Martín siempre lo molestaba diciéndole que era adoptado porque los demás Howard éramos unos verdaderos incivilizados a pesar de la educación formal que se nos proveía. María y José. ¿Podés creer que nuestros viejos se llamaban como los de Jesús? Pareja ejemplar: atléticos, bellos, jugaban al bridge, iban al club cada domingo. Mi familia era una verdadera institución en el San Fernando Rugby Club, donde mis hermanos se entrenaban y los demás hacíamos sociales. Era prácticamente inviable que alguno de mi estirpe se mezclara con los que vivían traspasando el límite de la civilización. Quienes no llevaban uniforme cuadrillé para ir al colegio estaban fuera de nuestro radar. Marisa vivía en el barrio Ferroviario. Lo supimos una vez que Gonzalo se escapó de casa para seguirla. La primera vez que mi hermano la había visto se le dilataron las pupilas más de lo normal y entonces supimos que le gustaba.

Una mañana de abril de 1991, papá lavaba el auto en la puerta. Nosotros jugábamos a su alrededor, entre la manguera y los baldes. Se acercaba la hora de la visita de Marisa y vimos como Gonzalo, que tenía entre sus manos “El Principito” de Antoine de Saint Exupéry, aprovechó para sentarse en el escalón de la fachada del “San Remo”. Ella se topó con él, bajó la mirada y le dijo con suavidad: -¿Me dejarías pasar, por favor?-.Y ahí vimos el chispazo, casi que lo escuchamos resonar: Gonzalo y Marisa se habían enamorado. A partir de ese día, el ritual de espiar a Leonor se convirtió en pispear la interacción de los tortolitos. Mi hermano siempre esperaba a Marisa sentado en el escalón con un libro distinto. Ella llegaba corriendo a besarlo, eran dos idiotas. Pasaron los meses, llegó la primavera y el vínculo se volvió formal. Gonzalo y Marisa hicieron las presentaciones pertinentes. Mamá la odiaba y disimulaba pésimo cuando la saludaba torciendo la comisura de los labios hacia la izquierda, en falsa sonrisa. A papá, en cambio, le era indiferente. Para los demás, Marisa era un ser extraño, objeto de análisis constante por sus características tan alejadas de nuestra cotidianeidad. Era de un barrio bajo, su papá era alcohólico y su mamá la había abandonado cuando era bebé. La había criado su abuela, Leonor.


En diciembre del año en que Gonzalo y Marisa habían empezado a salir algo ocurrió. Mi hermana menor, Angélica, desapareció en la tarde de Nochebuena. Había estado jugando en la casa de los Barragán desde el mediodía y Martín debía pasar a buscarla por el chalet de tres pisos que ostentaban los chicos más lindos del barrio, en la calle Pocitos, casi en la esquina de Urquiza. Mamá había sido clara:
—No te vayas a olvidar, Martín, por favor. Pasá a las cinco porque después se van y no quiero que tu hermana sea una carga.
 Martín, el obediente, era mi único hermano de pelo castaño entre los Howard rubios. Llegó puntual, tocó el timbre y mi hermanita salió a su encuentro. Empezaron a caminar de la mano por Díaz para llegar a la avenida Irigoyen y pegarle derecho hasta Sobremonte, pero a la altura de Urcola, mi hermano escuchó una voz que lo llamaba. Creyó reconocerla. Era Marisa. Le preguntó si iba para la casa. -No-, dijo ella y le explicó que sólo hacía un mandado. Se le acercó, lo besó y se fue. Por un momento, Martín quedó shockeado, pero le devolvió el beso. Ninguno de los dos se atrevió a soltar la más mínima palabra. En menos de cinco minutos, ella giró sobre sus pasos y se alejó y el boludo perdió de vista a mi hermana, con los ojos pegados a la pollera fucsia de Marisa. Al notar que Angélica ya no sostenía su mano, empezó a gritar su nombre al tiempo que repetía en su cabeza el discurso que tendría que inventarle a mi mamá. No podía contar la historia cómo había sucedido. Caminó desesperado en círculos y luego de dos horas sin resultados, no le quedó más remedio que regresar a casa a enfrentar la situación.

Continuará...

lunes, 12 de diciembre de 2016

Otra noche en Jesse Joyce - GISELLE ARONSON - Haedo

En 15 minutos va a ser la medianoche y, aunque sé que estoy llegando una hora más tarde, también sé, por lo mismo, que voy a llegar temprano.
Desde el vidrio delantero del remise ya se ven las luces de Jesse Joyce, el nuevo megaimperio de la movida literaria tropical: neones alrededor de la fachada y, de la terraza, dos haces jolivudenses de luz blanca atraviesan el cielo de la noche de Haedo y se pierden en el abismo y en la vista.
Le pago al remisero y veo que ya se formó cola en la puerta. Las noches de los viernes son de los de treinta en adelante y esa es la edad promedio de los que esperan su turno para entrar.
A cada lado del portón, dos profesores de letras me hacen las preguntas de rigor: quién escribió el Quijote y quién El entenado. Acredito mi aptitud para entrar y, cuando los profes me abren paso les suelto: “igual venía a leer, chiquis”. Todos nos reímos.
Adentro, el boliche está a medio llenar. Desde la barra, Flor, la anfitriona, me hace señas y voy a su encuentro. Nos abrazamos, me cede su trago y me acompaña al vip. Allí me reúno con el resto de los lectores de la noche. Acordamos las ubicaciones de cada uno. Me asignan la tarima a la izquierda del escenario.
Mientras esperamos la hora indicada, conversamos con mis compañeros de show sobre las novedades editoriales e intercalamos con rumores del ambiente. Es sencillo, nos conocemos todos y lo que no se sabe, se intuye. Y si no, se inventa, que para eso somos escritores.

Todos consensuamos no mencionar al maestro: ni su nombre, ni su apellido ni nada referido a su obra. Flor nos avisó que hace varios fines de semana, entre la gente, se esconden sus abogados y su viuda. Nos asombramos, no sabíamos de las costumbres trasnochadoras de la señora. Dice Flor que están atentos a cada lectura, no se pierden una palabra. Que han llegado a cuestionar la aparición de vocablos como laberinto, espejos, tigre, biblioteca. Que nunca, hasta ahora, reaccionaron ante esas palabras pero que tenemos que ser muy cautos con respecto a su nombre, el título de alguna de sus obras, algo así.

Continuará...

viernes, 9 de diciembre de 2016

Camino Negro - DIEGO X - Camino Negro

Minutos antes de morir Carlitos me había dejado un número de celular. Podríamos decir que lo escribió con sangre en su brazo derecho en un código intrínseco, pero ya estamos cansados de eso; o que me lo dijo en arameo antiguo y al revés, pero quién se cree ese tipo de historias. Ya lo sé, todos alguna vez compramos un poquito de eso y otro poquito de algo peor. Basta de mentiras. Violines: Carlitos afirmó antes de expirar: “Es el número de Dios, llamálo”.
Pasó un mes hasta que me decidí a llamar al número que me dio Carlitos, un poco  porque  soy ateo y otro porque no me olvidaba del sentido de humor de Carlitos. Sin embargo, Carlitos ya no  podía reír de mí. Entonces, llamé:
—¿Hola? ¿Dios? 
—¿Quién te dio mi número? 
      —Carlitos, el pibe de la moto, el que lo atropelló un remisero.
      —¿Quién? ¿Qué moto? 
Yo había pensado que tener el celular de Dios era una ventaja enorme para un contrabandista como yo.   Corté. Tenía que trabajar y no iba estar perdiendo el tiempo con un tipo que no se acuerda de su propia gente, quién le dijo que abarque más de lo que puede.

La mudanza fue placer. Era ver las sillas caer en paracaídas, el aterrizaje de las mesas y sus alas replegables, la heladera tele-transportándose sola hasta la caja del camión. La cocina ala delta, el microondas aerostático y los libros que se abrían y volaban y se posaban unos sobre otros, ordenaditos; las ropas que se vestían de personas invisibles y se metían obedientes en las bolsas de residuos. Qué tengo que contarles de los platos voladores que habían aprendido a volar hace tiempo, y las sábanas fantasmas que nunca asustaron a nadie. Las bicicletas y los ventiladores; no necesitaron el menor esfuerzo. 
Doblamos la casa y la metimos en el camión. Lo difícil fue cerrar la puerta de la casa, porque cerrar la puerta en asuntos de mudanza, es, un cerrar la puerta para siempre. Un “no olvidarse nada”, una escalera que sólo sirve para bajar, un seleccionar Recuerdos, dejar algunos, y llevarse otros. Pero lo bueno de los Recuerdos es que entran en cualquier parte. 
Siempre el que apaga la luz, el que gira por última vez la llave en la cerradura se enfrenta a esa clase de tribulaciones. Y cuando todo está listo, alguien grita: “Yo cierro, quiero ir al baño”. Esa persona, ese papel, siempre ha sido reservado para mí. 
Y acá estamos, clavados en Camino Negro, un viernes a las seis y media de la tarde, en lo que llamaremos un “embotellamiento premeditado”. Todavía masticaba el Recuerdo que me tocó al cerrar la puerta, y apareció la primera ambulancia que pedía permiso, como piden permiso las ambulancias, con las sirenas a full y poniendo la trompa. Y la solidaridad de dejarla pasar, y el pistero que se abre paso detrás, que “no llevan a nadie”. Después, no perder un solo centímetro del territorio ganado, esa lenta carrera contra nosotros mismos. Botellas vacías. Otra ambulancia, y después otra. ¿Están pensando lo mismo que yo? Estas ambulancias no llevan ningún herido y ni van al rescate de ningún accidente. Pero las botellitas vacías se abren como si viniera Moisés huyendo de los muchachos de Egipto. Y un mar Rojo de botellas…
Yo no vengo de acá nomás, mi trabajo es así, hay que patear y patear por todo el conurbano buscando Recuerdos. Un secreto: generalmente, los encuentro en los geriátricos y en los velorios, ahí los compro por nada, aprovecho que la gente está confusa y vulnerable. También los barman de las cantinas de las estaciones de trenes, me pasan data de algún desesperado que necesita guita porque se la gastó en chupi o se la tomó toda. Éstos, en general son buenos Recuerdos, aunque algo difusos y atormentados, pero son baratos. Y después hay que venderlos,  y vender Recuerdos no es como vender falopa. Si te agarran vendiendo Recuerdos te dan perpetua, y encima en la gayola te tratan peor que a un violador.
Desde que la turra de Chiche es gobernadora y mandó el decreto ese, el precio del Recuerdo subió más que el dólar y la situación se puso tensa, están todos paranoicos. Por eso a veces hago alguna mudanza (como ésta) y con carpa me llevo algunos Recuerdos para Guernica. Hoy vengo de San Isidro, crucé todo Buenos Aires por Camino de Cintura mirando de reojo la Capital (donde hay pena de muerte por traficar Recuerdos) De norte a sur, y aquí estamos, viendo pasar ambulancias en Camino Negro, y encima nos cayó la noche.
El problema es que los Recuerdos se despiertan por la noche y pierden valor cuando se abren antes de tiempo. Son como huevitos de seda, para que me entiendan. Se van abriendo como en retazos; éstos que tengo acá, son de lluvia, de ser sorprendido por un aguacero en la costa de San Isidro, de sexo en los balcones, de barcos que tiritan camino al Uruguay. Los Recuerdos del Norte suelen ser siempre ideales, con final de sonrisa abierta, con la sensación orgásmica mirando al techo. Un sonido perfecto, una banda que toca, un baño limpio. Una rubia de rodillas… En el Sur los Recuerdos se imponen, aparecen en la sombra de los semáforos, en el miedo de un camino negro. Cada esquina es una pequeña batalla; en cada esquina hay una lucha con el olvido, y por eso en Villa Paris o en Gendarmería, los Recuerdos valen más que nada en el mundo. Ya no vienen con lluvia si no con frio. Una pareja abrazándose en la estación de Alejandro Korn. Un frío insobornable. Son Recuerdos de fiesta turbia, de reservados, de vómitos, de no saber cómo volver a casa, de algo qué pasaba en el baño de mujer. Son así, el Recuerdo del Sur es diáfano, como onírico…, uno no está seguro de que haya ocurrido alguna vez. Unas líneas que tú amiga hace sobre tu vientre sinuoso, y que aspiro como un tren que pasa un puente y desaparece. En el Sur, no hay estrellas ni barcos lejanos que saludan indiferentes. En el Sur todo te mira fijamente a los ojos, lo bueno y lo malo viene en el mismo vaso, en esa misma bolsa, sin parpadear. En el Sur la gente espera en los andenes, sin saber si son ellos los que esperan, o es el vago Recuerdo de que alguna vez estuvieron allí.
Ahora una lancha de la yuta de Chiche se nos puso atrás, guardé rápido los Recuerdos en la guantera. A simple vista, no son nada, son invisibles, se ponen en frasquitos, pero si se agitan un poco o se abren, ahí sí, uno empieza a recordar. Recuerdos ajenos. Y ahí está el porqué, uno recuerda cosas que nunca vivió, y que tal vez, nunca vivirá.
 Salvador (que manejaba) apagó el porro y me miró impasible, como si ya estuviera acostumbrado a situaciones como estas. El patrullero se nos coló atrás, como si una soga invisible lo tuviera amarrado a la F-100. Sin ningún descaro ni disimulo; estaba seguro que el pajarraco del barman le batió a la yuta. Los Recuerdos que traíamos no eran moco de pavo, eran Recuerdos inéditos (los más cotizados en el mercado), ya que son de personas que han padecido alguna especie de amnesia, y que  nadie puede reclamarlos. En definitiva, teníamos un dineral.
En ese momento, miré el celular y se quedaba sin batería. Decidí llamar a Dios una vez más. ¡De algo tenía que servir tener el celular de Dios!
—Hola, Dios. 
—¡Otra vez! 
—Discúlpame que te colgué hace un rato, es que te noté poco predispuesto al dialogo. Estoy acá en Camino Negro y te quería consultar, tenemos una lancha atrás, tal vez, vos, me podrías decir qué hacer… 
—¿Camino Negro? —el tono de Dios era realmente para mandarlo a la mierda. 
—Argentina, Maradona, ganadores de Oscar. 
—Ok. La ironía del escéptico. 
Me colgó.


Continuará...

lunes, 5 de diciembre de 2016

Realidades - ESTEBAN DILO - La Plata

El 202 no venía y yo estaba perdiendo las ganas esperarlo. Pero, como siempre, esperé un poco más, igual no aparecía, igual me quedé a esperarlo. Siempre pasaba lo mismo, mi inseguridad por irme y que pase el muy forro me dejaba clavado en la esquina, tibio, gris o simplemente como un pobre pelotudo pobre.
Me puse a leer las propagandas que estaban pegadas en el poste de luz y entre tarotistas y electricistas una frase se coló entre mis pensamientos cotidianos:
«Sea realista… pida lo imposible. 0-800 realidad»
Me quedé mirando el número y por un segundo toqué el celular. Después recordé que lo imposible lleva más realidad a mi vida que lo que verdaderamente vivo y marqué el número. Sonó una vez y me atendió una dulce voz que habló de corrido.
—Muy buenas noches, bienvenido a Sea realista, pida lo imposible. ¿Cómo va su día, Gastón? —me quedé esperando que la máquina repitiera la frase pero me volví a quedar mudo.
—¿Gastón… está ahí?
—Eh, sí. —No le pregunté cómo sabía mi nombre para no caer en otra parte tibia mía.
—Usted llamó, usted me dice. ¿Por qué se comunicó con nosotros?
—La verdad porque el 0800 es gratis, pero la realidad es que me llamó la atención la frase, y yo últimamente…
—Sí, ya lo sabemos, anda padeciendo la realidad. Le comento rápido cómo es esto: en la época 2.0 no podemos ofrecerles lámparas árabes a todas las personas que queremos ayudar y, por eso, como todos tienen el acceso al teléfono podemos darle la oportunidad que pida lo imposible.
—¿Y la parte de ser realista?
—La parte de la realidad se la dejamos a los clientes, nosotros no nos metemos en esas cosas por un tema de acelerar el proceso de la concesión imposible.
—Y hablando de lámparas, ¿cuántas cosas puedo pedir?
—Una, la realidad es una sola, Gastón. Solo depende del ojo del cliente.
—Hmmm, está bien. —Me reí por dentro, estos enfermitos deben tener una cámara oculta o tienen una base de datos básica que desean ampliar con pelotudos como yo. —Algo imposible para mí hoy en día sería ver a mi tío Pocho.
—Usted entiende que su tío Pocho está muerto ¿verdad?
—Claro, por eso se lo pido.

Continuará...